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LA PERSONA Y LAS INSTITUCIONES EN LA CONSTITUCIÓN ITALIANA

ENZO CHELI

La relación entre persona e instituciones, si la consideramos en la prospectiva del Estado contemporáneo de tradición liberal, coincide, en la sustancia, con el tema de la construcción y del funcionamiento de la democracia comprendida como una forma de Estado fundada en la soberanía popular, en la separación de los poderes, en las elecciones libres de los órganos representativos, en la responsabilidad de los gobiernos, en un sistema difuso de libertad. Este tema, que toca naturalmente un espacio histórico muy amplio, puede ser estudiado con referencia a la realidad de la República italiana dando así respuesta a algunas preguntas. ¿Cómo ha sido construida y legitimada la relación entre persona e instituciones (o entre persona y poder) en la Constitución de la Republicana italiana? ¿Cómo ha funcionado en los sesenta y cinco años de vida de la Republicana italiana? ¿Cuáles problemas y cuáles prospectivas se presentan hoy en Italia en relación a los posibles desarrollos de esta relación?

Iniciemos con la primera pregunta, es decir del examen de la construcción de la relación entre persona e instituciones como está en el implante de la Carta republicana italiana.

En el otoño de 1946, Norberto Bobbio, joven profesor de filosofía del derecho en la Universidad de Padova, desarrollaba, en la inauguración del año académico, una prolusión dedicada al tema de la democracia considerada bajo el aspecto de la relación entre la persona y el poder. Recordando esta ocasión muchos años después Bobbio evidenciaba que «el Estado totalitario era nuestra obsesión; la democracia, además de ser nuestra esperanza, era nuestro empeño».

Cuando Bobbio desarrollaba esta prolusión la República – con el referéndum de junio de 1946 – había nacido pocos meses atrás y la Constitución partía con sus primeros pasos.

El clima que se respiraba en ese momento en Italia estaba fuertemente marcado por las tragedias del fascismo y de la guerra, por las divisiones y el desequilibrio que estos dos eventos habían determinado en el tejido social, económico, institucional y también ético del país: en particular, en el tejido de aquella ética pública en la cual se funda la relación entre ciudadano e instituciones. En este terreno el segundo conflicto mundial había sido un verdadero «choque de civilización», que había puesto en juego la construcción de la relación entre persona y el poder estatal. En efecto, por un lado se ponía, la visión de los Estados liberales y de las democracias nacidas en las grandes revoluciones de los siglos XVII e XVIII (en Inglaterra, en los Estados Unidos y en Francia), visión inspirada por el principio de que todos los hombres nacen igualmente libres e independientes (según la pronunciación que se encuentra primeramente en la Declaración de los derechos del Estado de Virginia de 1776) y disponen, consecuentemente, de derechos que preceden el Estado y que el Estado debe reconocer y respetar a través del «contrato social» que se expresa en una Constitución; por otro lado, se ponía la visión del Estado totalitario propia de los regímenes fascistas y nazistas, por el cual la persona debía anularse en el Estado comprendido como fuente primaria y exclusiva de cada derecho atribuible a la persona.

La victoria de la democracia en el plano mundial y las acciones de la Resistenza en el plano interno daban, en el otoño de 1946, a la Constitución Italiana dos tareas históricas excesivamente arduas: la tarea de reconstruir la unidad del país, que el fascismo y la guerra habían comprometido y, la tarea de dar forma a una democracia moderna, que imponía de poner como fundamento de la nueva República la dignidad y la libertad de la persona que la dictadura había inicialmente oscurecido y después cambiado (basta pensar a las leyes raciales de 1938). En la Constituyente esta tarea de definir el sistema de las libertades de la persona fue encomendada, desde junio de 1946, a la Primera subcomisión de la Comisión de los 75, presidida por el honorable Tupini, de la cual formaban parte personalidades como Dossetti, La Pira, Moro, Togliatti, Marchessi, Basso y Iotti.

La preparación de un primer proyecto sobre los derechos de la persona fue encomendado, a Giorgio La Pira y a Lelio Basso que, en el inicio de septiembre de 1946, presentaron a la Subcomisión dos proyectos diferentes, pero animados por una idéntica inspiración que conducía a ratificar – para usar una expresión de Dossetti – «la anterioridad de la persona respecto del Estado» por lo que se debía imponer al Estado – y aquí uso las palabras de La Pira – de reconocer «los derechos sacros, inalienables y naturales de la persona en oposición del régimen fascista que tales derechos había violado desde la raíz».

Una condición que no era individualista, en virtud de que ponía la persona al centro de un sistema de relaciones sociales, con el fin de ratificar (uso aun las palabras de Dossetti) la «necesaria socialización de todas las personas, que son destinadas a completarse y perfeccionarse mutuamente mediante una reciproca solidaridad económica y espiritual: primeramente en varias comunidades intermedias dispuestas según una natural gradualidad […] y por todo esto, en que aquellas comunidades no basten, en el Estado».

Tales principios fueron resumidos en un orden del día que el mismo Dossetti presentó el 9 de septiembre de 1946 y que no fue jamás votado, pero que de hecho hubiera orientado la entera construcción del catálogo de las libertades que se iban elaborando. Nacía así el modelo de «pirámide invertida» de la que hablaría Aldo Moro – que en ese momento era uno de los más jóvenes constituyentes – en una conversación informal entre miembros de la Subcomisión que se desarrolló en esos días en el estudio del honorable Meuccio Ruini, presidente de la Comisión de los 75. En esta conversación Moro configuró el implante de los derechos fundamentales como una «pirámide invertida» en la base a la cual se ponía la persona que, en los niveles sucesivos de la pirámide que se alargaba hacia el alto, se desarrollaba progresivamente en las formaciones sociales donde la persona es llamada a operar: primero en la familia, después en la escuela, en la confesión religiosa, en la comunidad del trabajo y del sindicato, hasta salir hacia las formaciones políticas (los partidos), que en la visión de Moro representaban el anillo de enlace de la persona y de las formaciones sociales con el aparato público (con el Estado al centro y los entes expresión de autonomías territoriales en la periferia), regulados en la segunda parte de la Constitución.

Este diseño tomaba una primera forma en el proyecto concluido por la Comisión de los 75 al final de 1946 para asumir después, en el debate de Aula, su disposición definitiva en los «principios fundamentales» de la primera parte de la Constitución intitulada los «Derechos y deberes de los ciudadanos». El eje rector de esta parte estaba constituido por los primeros cinco artículos de la Carta constitucional, con la presencia de dos «piedras angulares» representadas por el artículo 2, en el tema de la inviolabilidad de la persona humana, y del artículo 3, dedicado al principio de igualdad.

La relación persona-instituciones acogido por la Constitución italiana encontraba su base en la combinación de estas dos normas que después recibirían amplios desarrollos en diversas partes del texto constitucional. Con el artículo 2 se establecía, en particular, que «la República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre ya sea como privado que como formación social donde se desarrolla su personalidad y requiere el cumplimiento de los deberes inderogables de solidaridad política, económica y social». Esta norma así confirmaba tres principios fundamentales, que representaban una novedad en el contexto de las constituciones europeas de tradición liberal. En primer lugar con este artículo se ratificaba la presencia de «derechos inviolables del hombre» (de la persona humana y no sólo del ciudadano) que la República estaba obligada a «reconocer y garantizar». Esta formulación acogía, en la sustancia, la visión ius naturalista que había sido prospectada desde la primera intervención de La Pira – y que había sido fuertemente sostenida por Dossetti – desde el momento que, según esta construcción, no corresponde al poder público de atribuir tales derechos, sino solamente de «reconocerlos».

Es decir, derechos pre existentes al Estado que eran calificados como «inviolables», es decir inatacables de parte de cualquier poder, público o privado y por ello, sustraídos a la posibilidad de su eliminación a través de un procedimiento de revisión constitucional.

En segundo lugar tales derechos – en la formulación de la norma – eran dirigidos a la persona no como sujeto aislado, sino como sujeto inserido en un tejido social pluralista donde se realiza la personalidad del individuo y por ello los derechos de la persona estaban garantizados en relación al Estado y a todos los organismos sociales dentro de los cuales la persona está destinada a vivir y operar. Por lo tanto, la persona estaba protegida en cuanto «persona social» – fórmula ya adoptada por La Pira y por Basso – con la consecuencia de que la relación bilateral entre individuo y Estado – que había caracterizado el implante de las libertades en el Estatuto Albertino) – se articulaba así una relación más compleja – que podríamos definir trilateral – donde las formaciones sociales o las «comunidades intermedias» se ponían como anillos de conjunción entre persona y los aparatos públicos.

En tercer lugar, finalmente, en el implante de la norma – con una visión que Ruini definía «mazziniana» – «los derechos inviolables» de la persona estaban indisolublemente unidos a los deberes inderogables requeridos por la solidaridad política, económica y social.

Estos principios fijados en el artículo 2 advertían después su primera declinación en el artículo 3 donde se ratificaba el principio de igualdad ya sea en sentido formal (ante la ley) que sustancial (de frente a la oportunidad de la vida) y donde se introducía la prospectiva de una participación de todos los trabajadores (es decir de todas las personas activas, independientemente de su relación de ciudadanía) a la organización política, económica y social del país.

La presencia de tales principios expresados en la apertura del texto constitucional inducían, la doctrina italiana, desde las primeras interpretaciones de la Constitución, a calificar el implante de derechos fundamentales italiano como un implante «personalista» (centrado en la persona), «pluralista» (dirigido a dar relevancia a las formaciones sociales) y «solidario» (en cuanto dirigido a unir los derechos fundamentales a los deberes de solidaridad). Con los artículos 2 y 3 se ponían así las bases de nuestro ordenamiento republicano como «democracia pluralista», donde el poder político encontraba su punto de radicamento en la persona, en las formaciones sociales y en el sistema de las autonomías y donde la dialéctica política estaba fundada en la paridad de la legitimación de todas las fuerzas y los diversos intereses económicos y sociales además de todas las diversas posiciones culturales.

Pero en la construcción de nuestro implante republicano tal estructura de base construida como «democracia pluralista» estaba relacionada también al vértice con el modelo de «Estado constitucional» – como forma más evolucionada del «Estado de derecho» y del «Estado social» – que se diseñaba en la segunda parte de la Constitución sobre la base de algunos principios fundamentales trazados, en particular, en el artículo 1 y en el artículo 139. De conformidad con el artículo 1° la soberanía se atribuía al pueblo, comprendido como un conjunto de ciudadanos vivientes, que, además, está obligado a ejercitarla «en las formas y en los límites de la Constitución». Por lo tanto soberanía, constituida y no constituyente que el pueblo está en grado de ejercitar solamente dentro de los vínculos puestos por la presencia de una Constitución rígida y presidida por fuertes garantías.

En concreto, el ejercicio de la soberanía de parte del pueblo sucede – según el implante de la Carta constitucional – a través del uso de los derechos políticos y a través de los institutos de democracia directa (es decir a través del electorado activo y pasivo, los referéndum abrogativos y confirmativos, la iniciativa legislativa popular, la petición). Pero más allá de estas formas de ejercicio directo de la soberanía, es el entero cuadro de derechos de libertad correspondientes a la persona y a las formaciones sociales que concurren a determinar las dinámicas propias de una democracia pluralista.

Esto sucede en concreto a través del ejercicio de los diversos derechos de libertad, civiles y sociales (como la libertad de expresión, de reunión, de asociación, de huelga, de ejercicio de la fe religiosa) que concurren a definir las orientaciones de la opinión pública y consecuentemente la voluntad de la mayoría con fines de elaboración de la dirección política a nivel central y local, pero también para definir las orientaciones de la oposición (o de las minorías) que están en grado de proponerse como alternativa de la acción de la mayoría y de los gobiernos.

Por lo tanto, según el diseño constitucional la democracia italiana, que pone al centro la persona y sus libertades, es, una democracia «pluralista» pero también «representativa», desde el momento en que las decisiones de dirección maduran en prevalencia a través de órganos representativos (no obstante la presencia de algunos correctivos de democracia directa) y «constitucional» (no mayoritaria), desde el momento en que la Constitución supera todos los poderes estatales y el mismo pueblo soberano,  por ello representa un límite rígido para todas las fuerzas presentes en el sistema, límite sustraído – de conformidad con el artículo 139 – también a la posibilidad de una revisión constitucional por lo que concierne la «forma republicana», es decir el conjunto de los principios supremos y de los derechos inviolables.

Aquí venimos a la segunda pregunta. Si este es, en síntesis, el diseño que los constituyentes – soportados de fuertes motivaciones históricas – deseaban poner en actuación entre 1946 y 1947, cómo ha funcionado este diseño en los sesenta y cinco años de experiencia republicana italiana?

En el terreno de las libertades dirigidas a garantizar la esfera personal y el terreno del radicamento de una relación entre persona e instituciones inspirado en los principios de la democracia es necesario reconocer que este diseño constitucional, en términos generales, ha correspondido a las exigencias de la sociedad italiana.

El modelo constitucional en este terreno ha funcionado bien porque ha favorecido, en el arco de la experiencia republicana, la difusión de un sistema de libertades y de autonomías que, en el momento de la entrada en vigor de la Constitución, se apoyaba en un terreno muy precario y frágil: baste pensar a la larga sobrevivencia, hasta la entrada en función de la Corte Constitucional italiana, de tantas normas no liberales dispuestas por el fascismo, como aquellas contenidas en el Texto Único de seguridad pública.

El radicamento de la democracia se ha logrado, en el arco de las primeras décadas de esta experiencia, gracias a la presión que el cuerpo social ha podido ejercitar en favor de la actuación del implante constitucional y gracias a la acción pro-activa desarrollada por los órganos de garantía y, en primer lugar, por la jurisprudencia de la Corte Constitucional que inició sus actividades en 1956 (ocho años después de la entrada en vigor de la Constitución), pero que en el curso de los años, especialmente en el terreno de las relaciones civiles, ético – sociales y del trabajo, orientada en prevalencia su acción, también a través de un creciente empleo del principio de igualdad y del principio de racionalidad obtenido del principio de igualdad, hacia la actuación y el desarrollo de los derechos fundamentales de la libertad.

Este radicamento de las libertades a través de la jurisprudencia constitucional ha sucedido respecto de las libertades individuales que con las libertades de las formaciones sociales favoreciendo una serie de reformas: se piense, en particular, a las reformas que, a partir de los años Sesenta y Setenta, se han tenido en el tema de la igualdad entre sexos, de tutela de la dignidad, de la identidad y de la autonomía de la persona; de familia, de trabajo y provisión; de proceso civil y penal; de ordenamiento tributario: reformas que han encontrado su punto inicial en las sentencias del juez constitucional.

Pero de frente a tales conquistas de la persona y de sus derechos civiles y sociales en este terreno– conquistas seguramente en línea con los desarrollos de una democracia liberal y pluralista – otros sectores, en el curso de nuestra historia republicana, han restado, a su vez, muy descubiertos: esto ha sucedido, en particular, en el terreno de las relaciones económicas, en donde algunas desigualdades, más que reducirse, se han acentuado con el tiempo y el «derecho al trabajo», al cual se refiere el articulo 4 de la Constitución, ha restado una utopía; ya sea por el terreno de las relaciones políticas, donde el derecho al voto en las elecciones políticas, en seguida de las improvisadas leyes electorales terminadas después de 1993 y en particular, con la reforma del 2005, ha terminado por sufrir, a través de los premios de mayoría y la imposición desde arriba por los candidatos, consistentes alteraciones.

Además en extrema síntesis se puede, decir que el objetivo de fondo, que más había ocupado el trabajo de la Constituyente – es decir el objetivo de radicar una democracia moderna en un país «dividido» como era y resta actualmente Italia – haya sido alcanzado a través del desarrollo de un difuso sistema de libertades y de autonomías, que han, al menos hasta ahora, evitado el riesgo de rupturas o falta de soluciones autoritarias. Este objetivo, en el arco de nuestra historia republicana ha sido alcanzado con largas distancias porque, al final, ha funcionado bien ya sea la «democracia pluralista» que el «Estado constitucional» (es decir garantista) que nuestros constituyentes habían deseado construir en el terreno de las libertades de la persona y de las autonomías territoriales.

Por ello Italia, con su historia republicana, ha logrado, al menos hasta ahora, concurrir a definir las «tradiciones constitucionales comunes» inspiradas en el respeto de la dignidad humana, de la libertad, de la democracia, de la igualdad, del «Estado de derecho» y de los derechos humanos, los cuales se citan en el artículo 52 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea y en el artículo 6 del Tratado de la misma Unión, que ha conferido a tal Carta el mismo valor jurídico de los Tratados.

Ahora bien, el presente análisis se vuelve crítico (y muy crítico) cuando se pasa del plano de las libertades y de las autonomías, en efecto, respecto del examen a las acciones más recientes relativas al funcionamiento de nuestro sistema político y de nuestro gobierno parlamentario.

A partir del final de los años Ochenta nuestro sistema político y nuestra forma de gobierno han mostrado los signos de una creciente obstaculización y de una riesgosa separación de la esfera de los poderes públicos de la base social. Efectos probablemente relacionados a la división que se ha delineado en aquella «democracia de partidos» que desde el inicio de la República había representado la ramificación de nuestro implante constitucional. El hecho es que en el curso de los últimos veinte años aquella originaria «democracia de partidos» que había guiado nuestra vida pública hasta la crisis de los años Noventa se ha agotado sin haber sido sustituida por nuevos instrumentos y por un sistema nuevo de mediadores sociales dotados de fuerza unificadora comparable con aquella que los partidos habían expresado en el pasado. Ello ha conducido (y esta cada vez más lo conduce) ya sea a la despotencialidad de los institutos de la representación, desde el momento en que jamás en la historia el Parlamento ha vivido una crisis de legitimación comparable a la que hoy vive; ya sea la ratificación en la clase política de prácticas cada vez más de vértice, con una consecuente separación creciente del cuerpo social de las instituciones destinadas a representarlo.

El juicio histórico es generalmente positivo respecto de la bondad del modelo constitucional que hemos hasta ahora utilizado, dirigido especialmente al terreno de las libertades y las garantías, pero actualmente, se une a la preocupación por las disfunciones vigentes en el sistema político y de forma de gobierno, disfunciones que parecen cada vez más destinadas a agravarse.

En este punto nace la reflexión sobre la tercera pregunta, es decir sobre los problemas del presente y sobre las prospectivas del futuro próximo. Estas prospectivas se refieren, en la sustancia, al tema de la sostenibilidad de nuestra democracia que algunos politólogos y constitucionalistas han comenzado a enfrentar en las labores recientes.

Ahora observando el futuro próximo, también a la luz de la trayectoria que tenemos de experiencia, se porta a evidenciar la presencia de algunos riesgos de los cuales considero que sea necesario hoy reflexionar bien con el fin de contrastar los posibles efectos futuros.

El primer riesgo y que desde hace tiempo se manifiesta en el populismo difuso que estamos viviendo, un riesgo favorecido por algunos recientes desarrollos de las formas de comunicación política y que, de no ser contrastado con acciones eficaces, podría conducir por grados al desmantelamiento del «Estado constitucional italiano». Y ello podría suceder en consecuencia de la ratificación siempre menos condicionada por los límites constitucionales de un principio mayoritario interpretado de leader, siempre menos responsables. Ahora creo que tal riesgo se puede contrastar sólo presidiando las libertades de la persona y reforzando los mecanismos de garantía que la Constitución, en este terreno ofrece. Por ello de todos los derechos, el derecho electoral y principalmente, la libertad de expresión y el derecho a la información son, quizás, los campos que hoy requieren la atención más atenta.

Un segundo riesgo – estrechamente relacionado al primero – se refiere al declino de las instituciones de la representación que se citaban anteriormente. Las instituciones parlamentares están hoy en fuerte dificultad y no surgen aún procedimientos o instrumentos de democracia directa en grado de sustituir o soportar en modo eficaz el funcionamiento de las instituciones de la representación (pensemos también a la dificultad que el instituto del referéndum ha encontrado en el curso de los último quince años). En este terreno las nuevas reformas de la comunicación electrónica podrían, creo, desarrollar un rol positivo si nos apresuráramos a orientar su empleo hacia formas de «ciudadanía activa» en grado de dar fuerza a las formas de lo que hoy se tiende a calificar como «democracia participativa» o «deliberativa», es decir en formas de una democracia donde la relación entre ciudadanos e instituciones no reste limitada a los desafíos electorales. Además, resta el hecho de que los efectos del uso de las nuevas tecnologías de la comunicación restan todavía muy ambiguas, desde el momento en que están en grado de empujar hacia formas de «ciudadanía activa» que hacia formas de populismo favorecidas por una manipulación de las conciencias (como por ejemplo, sucede frecuentemente a través del empleo de sondeos).

Finalmente, el tercer riesgo no se refiere solamente a nuestro país, porque se refiere a un proceso actual muy general que está conduciendo hacia la disminución de la fuerza de conformación y propositiva de las constituciones en consecuencia del declino de los Estados y de la soberanía nacionales que tales constituciones han producido. Este es el riesgo quizás más difícil de contrastar, porque impone la búsqueda de remedios y garantías que, para poder funcionar, deben superar los límites nacionales, límites que hoy se presentan cada vez más fluidos y permeables bajo el empuje de los procesos de globalización económica y de movilidad social en acto.

Para contrastar este riesgo la vía de seguir parece ser hoy la del reforzamiento de los organismos supra-nacionales de dimensión mundial y continental (por lo que nos compete, de la Unión europea), además de la utilización de parte de la jurisprudencia de los diversos países de aquellas cartas de los derechos internacionales o supra-nacionales (como la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948, la Convención europea para la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales de 1950, la Carta de los derechos fundamentales de la Unión europea que entró en vigor con el Tratado de Lisboa en el 2009), que han dado un reconocimiento a los derechos de la persona dirigido a superar los límites nacionales: trayectoria que hoy se está cada vez más reforzando a través del «dialogo entre las Cortes» que favorece la formación, en el tema de las libertades fundamentales, de una koiné jurisprudencial transversal y supra-nacional.

En extrema síntesis se puede, reafirmar que la historia de la relación entre persona y la esfera pública es, por cuanto concierne Italia, una historia compleja que ha alternado luces y sombras, éxitos y fracasos, pero que encuentra aun sus puntos de referencia esenciales en los cánones elementares del constitucionalismo moderno: es decir en el hecho de que todas las personas nacen, por derecho de la naturaleza, libres e independientes; que la soberanía corresponde al pueblo que la ejercita en el respeto de una ley fundamental; que los gobiernos son responsables de frente a la comunidad; que los poderes se deben separar para garantizar a las personas su libertad.